martes, 21 de abril de 2009

EL COMIENZO

Era un día soleado y alegre. Un tanto frío, aunque quizá lo conveniente hubiesen sido nubes oscuras y un ambiente amenazador. No me pareció adecuado ese modo de recibirme el día teniendo en cuenta que esa mañana iniciaba mi andadura como Jefe de la Brigada Criminal. Pero no elegimos la climatología de nuestros días, como tampoco la banda sonora de cada tiroteo o la de caída de uno de los compañeros o la de la agonía del delincuente que se sabe atrapado y que dará con sus huesos en la trena.
Así que allí me presenté, en aquel viejo pero conocido edificio oficial, extrenando corbata, deslumbrante a pesar de la indisciplinada barriga que, según el traje que me pusiera, apenas me permitía abrochar los botones de la chaqueta sin dar una imagen de tensión excesiva. En Comisaría ya me conocían. "Viene Hans, el alemán", decían. Hans soy yo, naturalmente. Notaba cierta ansiedad en todos ellos. Se preguntaban si lo que creían saber sobre mí sería cierto, si los elogios que mis anteriores subordinados dejaban caer en corrillos susurrantes. Pensé que lo mejor, de momento, era no darles la información que esperaban. Me gusta el juego de las intenciones, de las espectativas incumplidas, de la intranquilidad que da la inseguridad sobre las personas, más si son los jefes.
Permanecí serio, muy serio. Ya habría tiempo de soltar tensión. De momento, que permanecieran alerta, sin saber del todo a qué atenerse. Sin embargo, yo sí percibía su creencia de que ganaban con el cambio, de que habría alguien que les respaldaría hasta el último extremo, alguien que compartiría con ellos lo bueno y lo malo de esta dura profesión, alguien que permanecería al frente de los que tuvieran problemas y a la espalda de los que recibieran honores. Ese es mi estilo y más que decírselo, me sentía en la obligación de convencerles con mis actos y no con mis palabras. Las palabras son fáciles de olvidar. Compartir los silbidos de las balas que te acechan junto a las orejas, eso no se olvida jamás.
De ese modo me enfrenté a mi nueva posición. Después de un merecido y trabajado ascenso, regresaba a la Brigada Criminal. Esta vez con la máxima responsabilidad. Quizá, no era el mejor momento. La Mafia campaba a sus anchas. El negocio de la venta de alcohol les había reportado enormes beneficios y tenían corrompida a media ciudad de Chicago, fiscales y policías incluidos, pero la Ley Seca había sido derogada y buscaban nuevos campos para dar salida a su delictiva vida fácil. Sin embargo, siempre tiene que haber alguien que les plante cara, aunque se la partan repetidas veces. Va con el sueldo. Uno de esos masoquistas irreductibles era Hans, el Alemán. Yo mismo.